Posted by De Nicolás Morales Thomas on May 02, 19102 at 19:34:13:
Tienen alrededor de treinta años y en vez de catecismo leyeron El
                  manifiesto comunista. Todavía nadie les ha dicho por qué sus cláusulas
                  un buen día dejaron de aplicar.
                  Algunos tuvimos padres de izquierda. Cierto,
                  éramos pocos, pero algunos tuvimos padres
                  que se decían de izquierda. Intelectuales.
                  Navegaron en las aguas del marxismo como
                  nosotros navegamos hoy por internet. Todos
                  ejercían su conciencia revolucionaria, sin
                  importar la filiación partidista o el grupo
                  estudiantil en el cual militaban. Eran
                  maoístas, trotskistas, comunistas, y llegó a
                  haber uno que otro anarquista. Todos creían
                  en un horizonte socialista. Todos querían
                  hacer la revolución. La mayoría parecía creer
                  en ella.
                  Los huérfanos de la izquierda a estas alturas
                  rondamos los treinta años y aún no
                  entendemos mayor cosa del pasado político
                  de nuestros padres, pero todavía quedan en
                  nuestra memoria algunos de esos momentos del fervor político vivido, claro está,
                  en sus postrimerías, con nuestros padres de izquierda. Recordamos las
                  inmensas querellas doctrinarias de un viernes por la noche en las que se
                  discutían confusas ideas (para nosotros) acerca del rol de la pequeña burguesía,
                  del carácter continental de la revolución socialista o, en el caso de los que
                  tuvimos padres trotskistas, sobre la ino-perancia de los partidos comunistas.
                  También recordamos los pequeños pero simbólicos actos de militantismo que
                  iban desde pegar ridículos afiches en las esquinas, hasta pasar noches de frío
                  solidarizándose con minúsculas huelgas de algún grupo de trabajadores
                  bancarios. Se hablaba mucho de Wilhelm Reich, pero sus teorías de la
                  liberación orgásmica eran las únicas que se practicaban. Se bebía mucho y
                  había tantos camaradas como soledades. 
                  Las bibliotecas de nuestros padres estuvieron (antes de las purgas bibliográficas
                  de los noventa) plagadas de libros ininteligibles y terriblemente aburridos. En mi
                  casa la revista Alternativa, mucho más interesante que los kilos de literatura
                  marxista disponibles, circuló e, incluso descuadernada, rodó por años antes de
                  que alguien se atreviera a botarla. Los afiches de la Revolución Sandinista
                  configuraban la iconografía doméstica, pero en los noventa, tras la primera de las
                  ahora tres derrotas electorales de Daniel Ortega, los carteles se tornaron
                  amarillentos y lentamente desentonaron en las salas de nuestras casas.
                  Generación extraña la nuestra: parecería que no hemos sabido descifrar lo que
                  heredamos. Tal vez porque esa generación de izquierdistas no supo hacer
                  balances ni redactar un testamento coherente. Son muy pocos los libros, las
                  novelas o los documentos que se hayan dado a la tarea de exorcizar este
                  período, o que nos permitan entender a las nuevas generaciones lo que
                  realmente sucedió entonces. Entiéndase: balances de militantes y de líderes de
                  izquierda hay muchos, pero casi todos relativos a aquellos que empuñaron las
                  armas, como si hubieran sido los únicos seres contestatarios de la época. Los
                  años de fuga de Plinio Apuleyo Mendoza, Sin remedio de Antonio Caballero y un
                  par de artículos más son nuestro pequeño y único legado. Esta relativa ausencia
                  de escritos, por supuesto, no nos aclara muchos de los interrogantes que se
                  plantean de una generación a otra. Nos hemos quedado con sus lugares
                  comunes: el socialismo se transformó en una cierta socialdemocracia solidaria,
                  dicen algunos; el marxismo nos permitió consolidarnos intelectualmente, dicen
                  otros; el izquierdismo nos volvió feministas, dicen algunas; o gracias (o
                  desafortunadamente, todo depende del caso) a este período conocimos a tu
                  padre o a tu madre. 
                  El balance se complica en la medida en que muchos de estos izquierdistas
                  pequeñoburgueses que no transitaron a la lucha armada terminaron, treinta años
                  después, en mundos totalmente opuestos a los que alguna vez proyectaron
                  cuando eran revolucionarios. Se hicieron rectores de universidades, directores de
                  hospitales, famosos novelistas; algunos y algunas incluso llegaron a trabajar en
                  sectores nunca imaginados, como la publicidad, el mercadeo, la consultoría
                  internacional o la planeación corporativa; otros más llegaron a ser directores de
                  importantes medios, codirectores del Banco de la República o ministros. Sólo
                  unos cuantos siguieron por los senderos del sindicalismo o la militancia. Pocos
                  hoy reivindican alguna versión del socialismo. Estadísticamente, casi ninguno.
                  La mayoría de estos izquierdistas del pasado pasaron de la contradicción a la
                  rutina. De la denuncia a la estadística. 
                  Es imposible saber qué nos legaron estos ex izquierdistas, pero algo que sí
                  parece confirmarse es que no fue propiamente su izquierdismo. Los hijos de
                  aquellos intelectuales otrora comprometidos somos más que todo escépticos.
                  Esta transformación está liga-da a la reconfiguración geopolítica de finales de los
                  ochenta, que supongo no será necesario detallar aquí, y a los rompimientos que
                  el final del siglo pasado forzaba: anemia de las jerarquías familiares y cívicas,
                  enorme irrupción de la imagen, globlalización y pérdida de las referencias
                  nacionales, debilitamiento de los tabúes sexuales y su sustitución por
                  estrategias de mercadotecnia del cuerpo, etc. Sin embargo, y aunque el
                  contexto mundial fue definitivo, la evolución de la izquierda colombiana no ayudó
                  mucho por varias razones. Primero, la izquierda nacional-o lo que queda de ella-
                  se en-quistó en las viejas rigideces de la izquierda histórica. Su falta de
                  autonomía conceptual y su inmersión en un sistema cerrado de referencias, su
                  estética demasiado sindical, sus carencias teóricas reflejadas en la falta de
                  estrategias concretas y realizables de sus plataformas económicas, su
                  incomprensión de los movimientos sociales y culturales que interesan a la gente
                  de hoy y, digámoslo de una vez, su ma-mertismo general en un principio
                  aparecían como novedad ante nuestros jóvenes ojos, pero luego contribuyeron a
                  nuestra orfandad.
                  El talón de Aquiles siguió siendo el mismo: movimientos inundados de residuos
                  de un socialismo real, moralista, soviético y rígido como una piedra. Lo digo
                  porque recientemente asistí a un acto de campaña de un candidato de izquierda
                  y, en ocasiones, me pareció estar en el mitin de un sindisindicato ferroviario.
                  Lenguaje pesado, reivindicaciones lejanas, adhesiones de grupúsculos
                  ultraizquierdistas desconocidos y, en general, una falta de imágenes nuevas y
                  de discursos pertinentes en la confrontación con las crecientes estructuras de
                  espectacularidad de la sociedad. Claro, a nosotros no nos tocó el auge y
                  desarrollo del M-19, es decir, la época de Jaime Bateman. A nosotros nos tocó
                  la última etapa: la decadencia posterior al asesinato del líder heredero, Carlos
                  Pizarro. 
                  La segunda razón para la desazón de mi generación tiene que ver con las
                  consecuencias de la irrupción de la pseudoizquierda armada en Colombia, que
                  transformó dramáticamente las nociones de izquierda/derecha. Al respecto hay
                  poco que decir. La desvalorización del ideal revolucionario en Colombia es ya
                  una constatación obvia y poco interesante de explorar. Basta decir que la tesis
                  según la cual los violentos enemigos del Estado reducen drásticamente el
                  espacio de desarrollo de cualquier movimiento de izquierda legal ha sido
                  negligentemente poco estudiada por los académicos de izquierda del país,
                  cediendo el lugar de la reflexión a un cierto grupo de periodistas de derecha,
                  quienes, desde su óptica sesgada y su agenda militarista, interpretan de forma
                  burda el fenómeno.
                  A partir de esta secuencia de desatinos, los hijos de esa generación de
                  intelectuales comprometidos fuimos heredando el profundo escepticismo que
                  señalaba atrás, imposible de aprovechar políticamente. Hoy asistimos a una
                  batalla entre profesionales de la violencia revolucionaria y profesionales de la
                  violencia contrarrevolucionaria, que para nada responde a nuestras ilusiones y
                  anhelos. La corrupción y la crisis política pertenecen a una discusión oscura y
                  abstracta que, a priori, nos parece perdida. La mayoría de nosotros participamos
                  del éxodo nacional e internacional, alentados por unos padres aún más
                  escépticos que nosotros frente al futuro nacional. Cierto, pudimos heredar un tan
                  tímido como inocuo humanitarismo, y en ese sentido somos sensibles a la
                  degradación del conflicto. No lo suficiente, por supuesto. El discurso de los
                  derechos humanos se ha convertido para nosotros en un arsenal de lugares
                  comunes, aunque por comodidad lo oponemos como salida a la brutalidad de la
                  guerra. Sí, somos "políticamente correctos", pero está claro que la política ya no
                  es para nosotros. El universo de lo político es de los otros. De los sucios, de los
                  impuros. 
                  A lo mejor este desprecio de lo político haya sido el legado que nos quedó del
                  gran fracaso político de la generación de nuestros padres. Por supuesto que no
                  hablamos sólo del fracaso del socialismo real, documentado en todo el mundo.
                  Hablamos de la incapacidad de esa generación, intelectualmente privilegiada, de
                  encontrar alternativas políticas colectivas coherentes y acordes con el mundo
                  contemporáneo distintas del socialismo en el comienzo del milenio. Cierto, el
                  sistema se encargó de obstaculizar las salidas que tuvo la izquierda legal en las
                  dos últimas décadas. La masacre de la Unión Patriótica esta ahí para
                  recordárnoslo. Sin embargo, yo no creo que esto sea suficiente para entender la
                  evolución de esa generación perdida que, si se insertó en el mundo de la
                  política, lo hizo de una manera tradicional, clásica, casi clientelista. Hablamos,
                  pues, de un Salomón Kalmanovitz, de un Guillermo Perry, de un Camilo
                  González, de un Kemel George y otras hierbas del pantano ex izquierdista.
                  ¿Nada nuevo bajo el sol? 
                  Mientras nosotros nadamos en un mar de escepticismo, los hijos de las familias
                  ligadas al establecimiento -que pululan, entre otros lugares, en las oficinas de
                  Planeación Nacional o en la Presidencia de la República- prefirieron no
                  despreciar el universo de lo político. Para ellos nunca hubo crisis de identidad
                  heredada, ni mala conciencia culposa. Su apoliticismo se convirtió en un amplio
                  catálogo de verdades tecnocráticas y neoliberales. Y aunque puede que
                  desempeñen cargos más por su estatus social que por condiciones reales
                  intelectuales o de liderazgo, hacen política, cosa que nosotros no parecemos
                  querer hacer. Es interesante anotar que algunos de estos altos funcionarios de
                  la administración pública y privada, que rondan los treinta años, fueron nuestros
                  compañeros de clase en la universidad. En mi caso, en la Universidad de los
                  Andes. Pero en la época en que los conocimos exhibían una indiferencia
                  pasmosa por los asuntos políticos. En otras palabras, vivían únicamente la
                  dimensión doméstica de la universidad. No leían, eran alérgicos a la teoría, y las
                  actividades estudiantiles les resultaban extremadamente aburridas. Sólo años
                  después, cuando se graduaron y se fueron a estudiar al exterior, entendieron la
                  importancia de la administración del Estado.
                  Tal vez nuestros padres de izquierda fueron consecuentes con el devenir de la
                  política en este país, heredándonos una ética individual y neutra. Por eso hoy
                  prefieren recordar las anécdotas de su activismo político, revestidas con un halo
                  de fabulación, para el antes de las buenas noches. Había una vez un tiempo
                  donde todo era posible y todo debía ser posible, nos dicen. Su militantismo es
                  hoy para nosotros mucho menos glamoroso y heroico de lo que fue en su
                  momento para ellos. Si no son ligeramente neoliberales, a estas alturas lo más
                  probable es que estén desprovistos de cualquier proyecto político global. Por lo
                  menos, y con esto debemos consolarnos, no vivieron los oscuros revisionismos
                  (o carnicerías) de algunos de los movimientos armados de izquierda. No sienten
                  una nostalgia excesiva frente al pasado pero tampoco sufren ningún complejo de
                  arrepentimiento, y por último, su felicidad aflora al ver que sus hijos están mucho
                  más interesados en vivir en Barcelona que en hacer política, de izquierda, en la
                  perdida Colombia de estos primeros años del milenio.