Posted by Habitantes de La Macarena cuentan las barbaridades on May 28, 19102 at 11:45:32:
Media docena de civiles fueron ajusticiados el mediodía del pasado domingo
                 24 de febrero en una desenfrenada acción de despedida de uno de los frentes
                 guerrilleros asentados en ese municipio, que integraba la zona de despeje y
                 dio cobertura a los insurrectos mientras transcurrían las negociaciones con el
                 gobierno. 
                 Apenas el 20 de febrero había tronado el proceso de pacificación entre el
                 gobierno de Andrés Pastrana y la comandancia general de las FARC y
                 desaparecía la zona de despeje, el área de cinco municipios extendidos en
                 42 mil kilómetros donde la guerrilla asentó 4 mil efectivos.
                 El Ejército bombardeó la zona y luego despla zó tropas hacia las
                 comunidades. Pero a La Macarena los soldados tardaron cuatro días en
                 llegar. Y los guerrilleros uno en despedirse.
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                 Paco, de 24 años, el segundo de los Ardila, salió el domingo 24 para una
                 finca en Morrocoy, a la salida de La Macarena, cuando Perea, uno de los
                 jefes de las FARC en la zona, le cerró el paso en su camioneta y lo bajó de
                 la moto en la que iba con su amigo Hover. Espigado, casi de 1.80, trigueño
                 con gorra distinta a las comunes de combates, Perea con ayuda de otros
                 guerrilleros, subió a Paco a su camioneta y a Hover lo tiró al piso. Una ráfaga
                 hizo silueta en la tierra zumbando la cabeza. Que ahí se quedara, le
                 ordenaron. La camioneta perdió rumbo.
                 "El forense no nos quiso decir cuántos impactos tenía pero nos dijo: ‘llevo
                 contados 24 y parece que hay más. Estoy contando’. Mi cuñada le preguntó
                 sobre eso a Hover y él contestó: ‘mamita, yo escuché como 50’", cuenta
                 Óscar Ardila, un muchacho de 25 años, greña amarrada con un hilo, hermano
                 mayor de Paco y sobrevivente de la matanza de La Macarena.
                 Óscar ha salido de su comunidad protegido por la Defensoría del Pueblo, una
                 especie de Comisión gubernamental de Derechos Humanos, que hace lo que
                 puede ante la tragedia. Óscar busca asilo, porque, dice, en La Macarena ya
                 no puede vivir. Esta es su versión.
                 "Paco creía que Perea era su amigo. Y ese tipo, tanto rencor tan berraco que
                 le tenía para hacerle eso, para destrozarlo a tiros. Tiene que tenerle mucho
                 odio", reflexiona Óscar.
                 Durante la estancia de la guerrilla en la zona de despeje, ahí en La Macarena,
                 Paco Ardila quiso lotificar 250 hectáreas abandonadas y según su idea,
                 quería vender un terreno para construir viviendas y al lado regalar 30
                 hectáreas para algún necesitado. A la guerrilla no le gustó la idea, dice
                 Óscar, y con grupos de desplazados y milicianos invadieron las tierras.
                 Un día, Irenarco Ardila, el padre de la familia, acudió con los invasores para
                 proponer una negociación. Jefes menores de las FARC no cedían.
                 Luego, cuando el comandante Gentil, hombre del Estado Mayor del Séptimo
                 Frente de las FARC, encabezó una junta con la comunidad, pidió que la
                 gente hablara, ya que la guerrilla sabía ejercer la autocrítica y quería
                 escuchar cómo andaban las cosas en el pueblo. Paco Ardila salía de un
                 paludismo pero aun así, con fiebre, fue a la junta, dice Óscar.
                 Entonces, Paco expuso su plan de lotificar y de entregar hectáreas a los
                 necesitados a la vez que vender lotes a quienes podían pagarlos. El
                 comandante Gentil no parecía estar enterado del tema pero al final le dio la
                 razón a Paco. Ahí mismo, ordenó a los invasores que se dejaran orientar por
                 los Ardila y Perea salió de la junta como amigo de Paco. De repente se
                 reunían a tomar cerveza y siempre que Perea pasaba con su camioneta por
                 el pueblo tocaba la bocina y saludaba a Paco a su paso. Aquel domingo
                 Paco creyó que era un saludo más. La sorpresa fue que lo asesinaron,
                 maldice Óscar.
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                 Las FARC empezaron en 1964 con 48 hombres encabezados por Jacobo
                 Arenas y Manuel Marulanda, el legendario comandante “Tirofijo”. Cercanas
                 políticamente al Partido Comunista de Colombia, las FARC han desarrollado
                 una gran fuerza que tiene ya unos 17 mil efectivos distribuidos en 66 frentes.
                 Hoy tienen de todo, desde románticos luchadores agrarios y militantes
                 políticos comunistas hasta simples bandoleros.
                 Esta guerrilla vieja combina un discurso político de la Guerra Fría con un
                 financiamiento millonario, estimado conservadoramente en 500 millones de
                 dólares, derivados de la protección al narcotráfico y de secuestros de policías
                 y civiles, algunos masivos. Su presencia se instala en buena parte del
                 territorio colombiano y es con mucho el grupo armado más activo del país.
                 Dos semanas después de rota la negociación con el gobierno, sus
                 principales líderes, empezando por Manuel Marulanda, “Tirofijo”, un viejo de
                 72 años que siempre anda con una toalla vieja al hombro en lugar de rifle,
                 entraron el pasado 9 de marzo en la lista de los más buscados del mundo
                 como terroristas. La Interpol advierte a las policías del mundo que si los ven,
                 los detengan. Inútil. “Tirofijo” nunca ha salido de sus montañas. Ni saldrá.
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                 Aquel domingo, Óscar Ardila, quien había sido promotor comunitario en La
                 Macarena, salió de su casa a las 11 de la mañana cuando se encontró a
                 Camilo, el guerrillero que siempre andaba de civil y se dedicaba a cobrar los
                 impuestos. Cobraban 500 pesos por marrano, 300 por vaca, 200 por gallina.
                 Camilo, el recaudador, se acercó a Óscar y le preguntó por su papá, Irenarco
                 Ardila. Un guerrillero uniformado escoltaba a Camilo. 
                 “¿Para qué?”, preguntó Óscar con desenfado. “El camarada quería comprar
                 un lote”, dijo afable Camilo señalando a su acompañante. Óscar pensó que
                 ese domingo 24, cuando ya debían retirarse los guerrilleros de la zona de
                 despeje, probablemente habían accedido a un arreglo y dejarían en paz lo de
                 los lotes. Acudió con Irenarco, que bebía una gaseosa frente al Banco
                 Agrario. 
                 Ahora se siente culpable de haberle dicho que lo buscaba Camilo. Irenarco,
                 de 42 años de edad y cuatro hijos, el mayor de 26, no dudó. "Regresa el
                 Ejército y es mejor no tener de enemigo a la guerrilla", le dijo a Óscar y
                 acompañó a Camilo. Martín, su socio, acudió atrás de ellos.
                 No pasaron 10 minutos cuando Camilo ya andaba de regreso por el centro del
                 pueblo. Sebastián, otro de los hijos de Irenarco, le preguntó a Camilo por su
                 padre. "Fresco, fresco, (tranquilo). Está allá con el camarada viendo lo del
                 lote", engañó el guerrillero.
                 Óscar salía de la alcaldía porque alguien le corrió el rumor de que había una
                 bomba en el inmueble. Falso. De repente un tronido lo distrajo. Él creyó que
                 era el atasque de algún carro, de esos enormes, que apenas llegaban a La
                 Macarena, ese pueblo de clima sofocante y vegetación envidiable, que con
                 las negociaciones de paz vio llegar el tráfico vehicular y el comercio en
                 abundancia. Volteó. A unos 30 metros divisó a Perea, el jefe de las FARC en
                 la zona, agachado junto a un cuerpo en el piso. Acababa de matar al Flaco
                 Roa. Ya muerto, le quitó la navaja amarrada con correa al cinturón.
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                 En diciembre de 1998 se consolidó la zona de despeje para avanzar en las
                 negociaciones de paz en Colombia. Las FARC tenía para sí 42 mil kilómetros
                 cuadrados y cinco municipios en sus enclaves tradicionales del Caquetá y el
                 Meta. La Macarena era una de esas comunidades.
                 El despeje sirvió para que en tres años, las FARC pasaran de 13 mil a 17 mil
                 efectivos. Tenían a 4 mil destacados en la zona de distensión en un fuerza
                 donde, se estima, cuatro de cada 10 son mujeres y adolescentes, conforme
                 datos revelados por la revista “Semana”.
                 Acrecentaron combates con paramilitares y priorizaron el ataque a la policía,
                 más que al Ejército. Negociaron y presionaron en la mesa con el gobierno
                 creando expectativas y el 20 de enero pasado dibujaron una ruta para la firma
                 de paz que llevaría a una tregua el 7 de abril. Pero desataron una ofensiva
                 militar durísima.
                 Además, en el lapso de negociaciones no dejaron sus dos actividades
                 fundamentales de financiamiento: el secuestro y la protección de campos de
                 droga. Entre 1999 y el 2001 cometieron más de 2 mil secuestros, 840 de
                 ellos el año pasado, según cifras de la Fundación País Libre. Pusieron en
                 vigor su Decreto 002 que les autofaculta a cobrar impuestos del 10 por ciento
                 de ganancias a empresas que devenguen más de un millón de dólares a la
                 vez que impulsaron las “pescas milagrosas” o retenes carreteros, donde
                 secuestraban a los mínimamente adinerados.
                 En diciembre de 1998, cuando inició el retiro militar, había 6 mil 300
                 hectáreas de coca sembradas en la zona de despeje. Cuando rompieron
                 pláticas, el pasado 20 de febrero, un rastreo satelital en la zona que ya
                 abandonaban los guerrilleros, detectó 16 mil hectáreas de coca -12 por ciento
                 del total del país- y 420 de amapola, según citó un informe oficial la revista
                 local “Cambio”.
                 La mañana del 20 de febrero se derramó el proceso. La gota decisiva fue el
                 secuestro de un avión local que salía de Neiva para Bogotá, aterrizarlo en la
                 región de Hobo, donde los guerrilleros habían cortado árboles para improvisar
                 la pista de aterrizaje, y tomar sólo a un pasajero como rehén: el senador
                 Jorge Eduardo Gechem, presidente de la Comisión de Paz del Senado.
                 Dos semanas después capturaron a la candidata presidencial Ingrid
                 Betancourt, retienen a cuatro congresistas y tienen a 48 soldados y policías
                 secuestrados. Dejaron la zona de despeje para retomar posiciones.
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                 Perea, un costeño de frente amplia, nariz chata como de boxeador, fue a la
                 droguería de Vianey Murcia, el hombre más rico de La Macarena, pero
                 conocido por su tranquilidad, porque no se metía con nadie. No hacía mucho
                 que un grupo paramilitar lo secuestró en Villavicencio, la capital del Meta, y le
                 quitó 16 millones de pesos, casi 7 mil dólares. Una fortuna.
                 Cuando regresó del cautiverio, alguien le dijo que la guerrilla se había
                 enterado. “Mejor cuénteselos para que no crean que patrocina a los
                 paramilitares”, le dijeron. Vianey, que quería andar bien con todos, llamó a la
                 comandante Susana y le dijo lo que había pasado. Susana agradeció el
                 gesto: “gracias que confíe en nosotros, y no vuelva a hacerlo”.
                 Según Vianey ya tenía alivio. Estaba bien con la guerrilla. Pero el domingo
                 24, cuando los farquistas se iban, Perea estaba desenfrenado. Dejó tendido
                 al Flaco Roa y apuró el paso a la droguería de Vianey. No medió ni el saludo.
                 Un certero tiro de Galil impactó en la cabeza del comerciante.
                 Óscar Ardila, que a la distancia miraba la sucesión de muertes, comenzó a
                 sudar. Pensó en su padre que se había ido hacía unos minutos con Camilo
                 presuntamente a ver lo de los lotes. Cómo sucedía eso mientras Perea
                 mataba gente. Pensó en Sebastián, su hermano, que quería alcanzar a su
                 papá pero alguien le hizo una seña a tiempo con el índice tocando el cuello
                 para advertirle que si acudía, lo iban a matar. Sebastián corrió para la selva
                 huyendo de los tiros que zumbaban por todos lados. Pensó que la guerrilla en
                 Colombia no era así de sangrienta, que alguna vez simpatizó con su causa,
                 pero que ahora, aferrado, pensaba que todavía con ir a votar en las elecciones
                 podían arreglarse las cosas. 
                 Perea regresó a su camioneta, donde le esperaban otros guerrilleros que
                 subían unas cajas de cerveza. Algunos testigos corrieron donde el carro para
                 cerrarle el paso, para reclamar, sin reparar en la rabia de Perea, en su fusil,
                 en su desenfreno. El jefe guerrillero ni arrancó. Abrió la puerta con el arma en
                 la mano y acalló los gritos que le imprecaban: “¿por qué lo mata?”. Ya abajo
                 del vehículo, parado junto a la puerta a medio abrir, arremetió contra la bulla:
                 “¡son mis enemigos!”. 
                 Hinchado, soltó al viento: “¡maté a Irenarco, maté a Paco Ardila, maté al
                 Flaco Roa, maté a Vianey Murcia y ahorita volvemos por más! ¡Si preguntan
                 quién fue, digan que fui yo!”. Perea chocó las manos con otro guerrillero y se
                 fue. 
                 “Iban con prisa, andaban como locos para arriba, para abajo, vueltas por
                 todos lados. Yo me salvé y se salvó mi hermano Sebastián”, dice ahora
                 Óscar Ardila, quien juzga que Perea cobró una a una las discrepancias
                 tenidas con los que pensaban distinto a la guerrilla. En su huida, ya no los
                 quería ver.
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                 Óscar se escondió donde las monjas. Hizo llegar un mensaje a la Cruz Roja
                 Internacional y un grupo acudió a su escondite. Quería salir y llevarse los
                 cadáveres de Paco y su papá hacia Villavicencio. Pensó que podía hacerlo en
                 una ambulancia. Pero los de la Cruz Roja le dijeron que no podían ayudar. Ni
                 prestar el celular satelital para que hiciera una llamada. Eran exigencias de la
                 neutralidad en el conflicto.
                 Ahora, fuera de La Macarena, Óscar musita: “antes pensaba que las FARC
                 no eran tan sanguinarias y menos en Macarena, un pueblo muy tranquilo,
                 muy bacano. Ya cambió, la gente está asustada”.