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A Cabezas, a la memoria...

Una constelación de globos negros inunda las plazas. Bocas crispadas se abren para lanzar un reclamo que reverbera en la inmensidad junto con las salpicaduras del cielo en que se han convertido esos mensajes náufragos.

Botellas al espacio.

Los ojos siguen la caprichosa trayectoria hasta el infinito a medida que una punzada de inquietud, una chispa de dolor se instala en el centro de la ilusión. Es la sospecha de que tampoco allí habrá nadie para recibirlas.

El ciudadano toma su lugar en la marcha y contempla por enésima vez la fotografía solarizada que impone la necesidad de no olvidar.

Es una leyenda perentoria, imperativa, que desnuda impotencia y angustia. Pero al mismo tiempo cómo somos. Cómo estamos.

Cuando el ciudadano era niño la memoria y el dolor se presentaban en la forma de una franja negra alrededor del brazo. Al llegar a su juventud no olvidar cobró figura de pañuelo blanco. Negro y blanco, la estética de un final de siglo dominado por los contrastes.

Entre una y otra expresión colectiva hay un clamor, un gesto que se extiende y crece. Como la bronca.

_ Señora de los ojos ciegos... ¿estás ahí?

Pero la justicia se está ajustando los breteles pues debe salir en la televisión. En realidad –reflexiona el hombre de la marcha- la demanda colisiona contra su propia formulación. Es que la justicia existe o no existe. Esta es la cuestión.

Estamos frente a un dilema que amenaza con vencer al tiempo.

El empirismo de la calle enseña que cuando la propia justicia se convierte en otra desaparecida la impunidad sienta sus reales.

La impunidad. Y su lacayo, el silencio.

Esta es una historia más vieja que la injusticia. En aquellos primeros tiempos del ciudadano, antes de las rondas, las paredes se entristecían con pequeñas retratos del rostro anguloso de Felipe Vallese. Sus ojos parecían reflejar algo que las reproducciones imperfectas de los mimeógrafos no alcanzaban a precisar.

Tristeza, era tristeza, piensa ahora el hombre que sigue las evoluciones de un globo negro hasta que desaparece tras una nube del mismo color.

El padre del ciudadano solía contarle que antes, cuando era joven, en tiempos de otras marchas y de pies hundidos en las fuentes, los carteles reclamaban otros nombres.

Otras caras para este itinerario de la impiedad y el desamparo.
¿Quién mató a Cabezas?
¿Dónde está Vallese?
¿Quién mató a Rosendo?.

Y treinta mil preguntas más.

Pero mucho más atrás. Antes de las rondas, de las plazas, de las marchas, de las fuentes. De danzas refalosas o de toldos quemados. Antes, lo que se dice antes, el cielo se teñía con otro interrogante:

¿Dónde estás, señor de la epopeya, primer desaparecido?. ¿Dónde tus huesos, lejos de tu tierra, lejos de tu mayo?.

Dos siglos de preguntas y los mismos dueños de las respuestas.

El tiempo es suficiente para establecer una lógica: a los que piden pan no les dan, a los que piden queso les dan un hueso. A los que insisten les cortan el pescuezo.

Acaso habrá que barajar y dar de nuevo, quebrar de una vez al as de bastos. Dejar de volver y comenzar a revolver. Esto es, volver a los orígenes. Completar lo que quedó pendiente. Esa es la deuda. No está nada mal acariciar la idea en estos días de mayo y de recuerdos.

Repensar el otoño y aprender su lección: las hojas que caen retornarán en brotes nuevos. Es sólo cuestión de tiempo.

J.C.P.

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